miércoles, 31 de enero de 2024

 

[ 526 ]

 

CONVERSACIONES CON BUÑUEL

 

Max Aub

 

 

PRIMERA

 

(…)

 

 

…Lee el poema que Federico le dedicó en mil novecientos veinticuatro.

 

—Es en la verbena de San Antonio de la Florida, en mil novecientos veinticuatro. O sea, debía de ser en junio, creo yo. La primera verbena que Dios envía es la de San Antonio de la Florida.

 

Luis, en el encanto de la madrugada

canta mi amistad siempre florecida.

 

La luna grande luce y rueda

por las altas nubes tranquilas.

 

Mi corazón luce y rueda

en la noche verde amarilla.

 

Luis, mi amistad apasionada

hace una trenza con la brisa.

 

El niño toca el pianillo, triste

sin una sonrisa.

 

Bajo los arcos de papel,

estrecho tu mano amiga

 

—Léeme este otro, que es del mismo libro.

 

—Del mismo libro de poemas, sí. Dedicatoria especial: A mi queridísimo Luis Buñuel. (Acta de eterna amistad). F.

 

 

PAISAJE SIN CANCIÓN

 

Cielo azul,

campo amarillo.

Monte azul,

campo amarillo.

Por la llanura desierta

va caminando un olivo.

Un solo olivo.

 

(Madrid, 1923)

 

 

Dije «esto es malísimo» y, pam, se va muy enfadado: «Adiós, señores». Yo me lo esperaba. Pero es que huele mucho a libro de poemas. Nocturnos de la ventana…, surtidores…

 

—Bajo ese influjo, casi te haces poeta… y actor de teatro.

 

—Nada, nada. Bajo la influencia de su amigo íntimo Federico García Lorca, Buñuel entra en el mundo de la poesía, que ignoraba totalmente. Nada más. Lo demás, cero.

 

—Así que no es verdad que te interesaste una temporada en el teatro.

 

—Nada, nada, cero.

 

—En particular de marionetas. Actúas en la Residencia.

 

—Sí, hay alguna foto con Federico.

 

—Y en mil novecientos veinticinco diriges en Ámsterdam el estreno mundial del Retablo de Maese Pedro, de Falla.

 

—Sí. Es verdad. Con Mengerberg.

 

—¿Con Mengerberg?

 

—Sí. Era un gran director de orquesta.

 

—¿Y cómo fue eso?

 

—Vino Ricardo Viñes, el pianista, era amigo de Mengerberg y había dos famosos teatros en Ámsterdam de música sinfónica. En uno de ellos presentó con gran éxito la Historia del soldado, de Strawinski, y Mengerberg quiso estrenar algo equivalente en el otro teatro. Y encargó a Ricardo Viñes que montara el Retablo de Maese Pedro. Entonces Ricardo dijo a su sobrino Armando que qué españoles había en Ámsterdam o en París. Y fuimos e hicimos el Retablo con una inconsciencia tremenda. Ocho actores y además las marionetas, con Manuel Ángeles Ortiz, Armando Viñes… ¿Quiénes hicieron las marionetas? Ismael…, no me acuerdo. Los actores eran mi primo Saúl, que hacía de Don Quijote, Cossío hacía de Sancho, Peinado hizo del ventero, etcétera, lo hicimos en Ámsterdam sin saber una palabra de nada. Y yo era el director de escena. Todavía no me lo creo. Y además costaba creo que doscientos florines. Tres sesiones dimos, tres. Y la primera, al terminar, como no sabía nada de teatro, cuando se marchó el público, bajé al patio de butacas a ver cómo estaba la iluminación, dejé los personajes en el escenario y desde abajo no se veía nada. Lo arreglamos para la segunda y tercera representación. Se pusieron bien los reflectores, la luz ámbar, no sé qué.

 

—Pero, y esa salida, ¿fue desde París a Ámsterdam?

 

—De París a Ámsterdam, sí.

 

—¿Tan pronto como llegaste a París o poco tiempo después?

 

—¿Cómo?

 

—¿Al poco tiempo de llegar tú a París?

 

—Pues al año, no llegaba al año.

 

—No, si era el veinticinco no llegaba al año.

 

—Veinticinco. Pues por ahí. Yo llegué el veinticinco, en enero, a París.

 

—Y eso debió de ser en octubre.

 

—Pues en octubre o en noviembre sería… Tengo arriba también los recortes.

 

—¿Ah, sí?

 

—Sí. Los tengo con las fotografías del Retablo.

 

—Así que en París, a principios del veinticinco, no ocupas el puesto que…

 

—No ocupo nada. A principios del veinticinco, por la Residencia de Estudiantes, con recomendación de Azcárate, fui a París a lo de la Cooperación Intelectual de la Sociedad de Naciones. Pero la Sociedad de Naciones no tenía dinero. Francia, que era la que tenía que pagar, tampoco tenía dinero. Y en ese intervalo de dos años que estuve aprendiendo política internacional y tal, pues me dediqué al cine.

 

—Y conociste a Breton.

 

—Breton trabajaba seis o siete horas al día cuando hacía un horóscopo, y más cuando era el de un amigo, entendía mucho de eso. Y me hizo mi horóscopo, que eran ciento ocho páginas. Las perdí en la guerra de España, me desaparecieron muchos papeles. Y Breton me decía que yo moriría en un mar lejano o por una equivocación medicamentosa, que en vez de tomar una purga, tomaría arsénico o no sé qué.

 

—¿Ese era Breton?

 

—Breton, sí. Por poco funciona el horóscopo, porque cuando estaba yo en Los Ángeles quise marcharme a los mares del Sur. Siempre habían ejercido una gran influencia en mí… Pero Denise Tual, a quien conocía de París, me convenció de venir a México.

 

—Tienes una carrera de actor. Has salido en muchas películas tuyas y en las de algunos otros. Siempre te gustó hacer de cura.

 

—Será porque me va bien el disfraz. Ya sabes que me gusta mucho disfrazarme. Ahora en España, en una película de Saura, hice de verdugo. Agarroté a siete. Pepe Bergamín todavía estaba en Madrid, y él y Aleixandre iban a hacer de reos. Llegó el asistente temblando de miedo diciendo que no, que de ninguna manera.

 

Pero yo sí hice de verdugo, en la plaza de Colmenar Viejo; a los demás no les avisamos.

—También trabajaste en Un perro andaluz.

 

—Pero mi debut fue nada menos que con Raquel Meller, en la Carmen que hizo Feyder, en mil novecientos veintitrés. Nombraron a Peinado asesor técnico o algo por el estilo, llegó desalado a La Rotonde y nos llevó a todo el grupo. Lo que no recuerdo es si era en un set o en el circo Medrano.

 

—Nuevas amistades, infinidad de conocimientos por aquella época, ¿no?

 

—Conocí a Dámaso un poco más tarde. Acababa de traducir El artista adolescente, de Joyce, que le publicó la Biblioteca, y estaba muerto de miedo.

 

—¿Por qué?

 

—Por si se enteraba su madre. Le tenía un miedo atroz: «Si se entera, me mata».

 

—Pero ¿por qué?

 

—Era de lo más estricta.

 

—Pero ¿conocía a Joyce?

 

—Lo mismo le pregunté yo. «Si descubre en casa el manuscrito, es capaz de leerlo», me dijo.

 

—Si hubiese sido el Ulises…

 

—No. El artista adolescente, Y firmó la traducción con un seudónimo. No Amado Alonso, pero algo parecido. Muerto de miedo. Chabás era otra cosa.

 

—Esa sí es una novela… Cuéntame algo de París.

 

—Llegué a París en mil novecientos veinticinco. Me pasaba el tiempo con Hernando Viñes, tan católico, y con Peinado y con otros pintores españoles, y venga a beber vino. Por el estudio de Viñes pasaban tres o cuatro chicas que estudiaban gimnasia rítmica, allí cerca. El padre de Jeanne era experto contable, monsieur Rucart. Siempre hicimos buenas migas.

 

Pero yo andaba con una idea detrás de la cabeza, y era echarles un somnífero para poder abusar de ellas. Viñes protestaba, escandalizado.

 

—Es el germen de una escena de Viridiana.

 

—Es posible. Andábamos de tasca en tasca o de cabaret en cabaret con Juan Vicens. Juanito, hijo único, tenía mucho dinero. A mí mi madre me mandaba el que yo quería. Vivíamos como turcos, según dicen los franceses. Íbamos a algún bistró, que tienen todas las botellas puestas en fila, y empezábamos por la primera y acabábamos más allá de la veinte. Entonces tuvimos la idea de poner un cabaret. Vicens tenía dinero, y yo fui a Zaragoza a ver a mi madre, que no quiso de ninguna manera. Entonces, también empecé a ir a la escuela de madame Epstein con Uzelay. Dejando aparte nosotros dos, todos los demás eran allí rusos blancos. Entonces empecé a decir que me interesaría hacer cine, y como Epstein era del grupo y de la escuela, me llevó con él, de asistente, en Mauprat, La verdad es que en Mauprat no tenía nada que hacer y fui de segundo asistente de Mario Nalpas y de Etievant en La sirène des tropiques, cuya estrella era cette salope de Josephine Baker. Tampoco allí tenía nada que hacer. Pero allí estaba. Fue el año de Sacco y Vanzetti.

 

—A veces creo que no eres surrealista.

 

—Soy más surrealista que nunca. La única literatura, la única poesía que me gusta es la surrealista. La única pintura que me gusta es la surrealista. Yo no era surrealista cuando llegué a París, me parecía una cosa de maricones. Leía sus cosas para reírme, igual que años atrás leía Ultra para divertirme en el tranvía, en Madrid. Y me sucedió lo mismo, acabó por metérseme dentro. En verdad yo no pertenecí al grupo hasta el veintinueve o el treinta. Después de Un perro andaluz, hasta el regreso del viaje de Aragon a Rusia. Empezaron las discusiones, las exclusiones del grupo. Y yo me quedé con Aragon y algunos otros. Sin embargo, cuando cierro los ojos, yo soy nihilista. De verdad. Un nihilista total, un nihilista completo, sin reservas de ninguna clase. Pero cuando los abro, me doy cuenta de la imposibilidad…

 

—Como buen burgués que eres.

 

—Si quieres…

 

—No firmaste nunca ningún manifiesto surrealista. Tal vez alguno que otro. En cambio, Dalí sí los ha firmado casi todos.

 

—No, Dalí, no. Los extranjeros no firmábamos más que los documentos anodinos o los que se referían exclusivamente a temas artísticos. Cuando se trataba de algo serio, de cagarse en la familia, en la patria, en la bandera, eso sólo lo firmaban los franceses. Tenían mucho cuidado. ¿Quieres un whisky?

 

—Sí, con agua natural, mitad y mitad.

 

—Yo le sigo fiel al martini, un martini bastante especial, con algo de campari.

 

Bebemos.

 

—Pero no. El surrealismo no era cosa de maricones, al revés. Breton los odiaba. Ninguno del grupo lo era. Bueno, ninguno es mucho decir: Crevel sí lo era, pero hizo todo lo posible por dejar de serlo. Hasta intentó tener una amante. Yo fui el que presenté a Dalí con el grupo, unos meses más tarde. Antes les había enseñado fotografías de sus cuadros y no les interesaban mucho. Bueno, ni mucho ni poco. Pero al verano siguiente fueron Paul Eluard, Gala, Magritte y uno que luego fue vendedor de cuadros surrealistas, a Cadaqués. Fue él, Dalí, el que me dijo: «Te voy a presentar a la mujer más fenomenal que has conocido en tu vida…».

 

—Por cierto, Luis, ¿qué vas a decirme de Dalí? ¿Cómo quieres que salga en el libro? ¿Vamos a decir de verdad todo lo que es?

 

—Diremos escuetamente la verdad: en qué intervino. Cómo escribimos Un perro andaluz. La parte que le toca en La edad de oro es muy poca porque ya estaba bajo la influencia de Gala, que es la mujer que más odio. De verdad, estaría encantado de que lo insultáramos. Cuando voy a Madrid o me dan algún premio, me pone telegramas: «Tienes que venir a Cadaqués», «Ahora sí haremos cosas estupendas», «Te beso en la boca». O a Venecia, donde me los pone en italiano. O a París, donde los recibo en francés. Sólo una vez en que vi las cosas muy negras, ya que me decía que o iba yo a Cadaqués o se presentaba él en Madrid, le contesté sin enfadarme: «Agua pasada no mueve molino». Y no te creas, no me disgustaría encontrármelo frente a frente, un día, repetirle lo que ya le dije y añadir las cuatro frescas que tengo que echarle en la cara. Y luego, a lo mejor, tomar unas copas juntos. Un hijo de puta; él fue el responsable de que me pusieran en la calle en Nueva York. Pero durante muchos años, de los veinte a los treinta, fue mi mejor amigo. Fuimos muy amigos, de verdad, muy amigos.

 

—Y eso cuenta.

 

—Sí, si se es un sentimental como yo, sí. Pero sin Gala. A ésa, ni en pintura. Nunca vi a nadie con más mala leche. Lo echó a perder totalmente. Pero vamos a no darle más importancia de la que tuvo. Yo fui de París a Cadaqués. Iba a hacer una película de Ramón con el dinero de mi madre. Hablamos de eso y en seis días hicimos el script de Un perro andaluz. De la filmación, él no hizo nada. Llegó el último día con su madre y su tía. Lo único que hizo fue poner los burros en los pianos y el alquitrán en los ojos. En La edad de oro no hizo nada. Por eso firma el manifiesto de los surrealistas acerca de la película, y yo no. ¡Cómo iba a firmar yo algo en favor de lo que había hecho!

 

—Lo he traducido porque es un documento importante para la historia de tu «carrera cinematográfica».

 

—Pues es un documento difícil de encontrar.

 

—No lo creas, está en la Historia del surrealismo, de Nadeau.

 

—Sí, iba mucho al cine. Ya íbamos en Madrid y seguí yendo en París.

Claro que iba uno a magrear a la novia. Era el único sitio donde se podía. Porque, si no, no le dejaban a uno ni a sol ni a sombra. No digamos cogerla de la mano. Hubiera sido un escándalo. El cine era otra cosa. Pero, además, nos gustaban mucho las películas cómicas, los cómicos norteamericanos: Ben Turpin, Fatty, las bañistas de la Keystone, Buster Keaton, Harold Lloyd y Harry Langdon. Eso nos encantaba. También las películas del Oeste.

 

—Y a todos. Y Max Lindel, y La mano que aprieta, y Los misterios de Nueva York. Lo que me interesaba es saber cuándo pensaste dedicarte al cine, cómo se te ocurrió hacer cine.

 

—Lo he contado muchas veces. Fue en París, en el Vieux-Colombier, viendo Las tres luces, de Fritz Lang. La película era mala. Se trata de tres historias de amor. Pero era una película sin letreros.

 

—No era una película tan mala. Para mí, la obra mala de Lang, si es que la tiene —¿quién no?—, es la de América. Pero sus películas hechas en Alemania tienen interés. Lo mismo Las tres luces que M., El doctor Mabuse, Los Nibelungos, Metrópolis. Me doy perfecta cuenta de lo que pudo interesarte en Las tres luces. Desde luego no son sus decorados, hijos de las influencias de Reinhardt, que, naturalmente, habían de molestarte, sino…

 

—La pared. La presencia de la muerte. Aquellos enamorados muertos…

 

—Sí, la pared de la muerte. Es curioso descubrir que tu afición al cine nace del expresionismo alemán. Al fin y al cabo, lo mejor de lo tuyo también está bajo la influencia de la muerte y el destino. En Las tres luces se oponen. Hay un momento en el que la muerte, cansada de triunfar siempre, deja escapar su presa, con tal de que la muchacha pase por diversas pruebas. Pero, naturalmente, el destino, siempre vigilante en esa metafísica, impide el triunfo del hombre sobre la muerte. Pero es curioso que una obra de este tipo, que está en las antípodas del surrealismo, te haya podido llevar a la idea de hacer cine.

 

—No. Ya te dije que la película me pareció muy mala. Lo que me impresionó fue precisamente esa pared, esa lucha. Me convenció de que el cine podía despertar emociones artísticas. Por primera vez sentí una especie de escalofrío, una emoción romántica, y la posibilidad de hacer llegar mi manera de entender el mundo a los demás. Contando, además, con que la mecánica del cine va muy bien con el surrealismo. Aquella presencia de la muerte que llegaba en un carricoche del siglo dieciocho o algo así. Esa intrusión de la muerte me hizo una gran impresión.

 

—¿Y entonces?

 

—Pues sencillamente me fui a una escuela. La de Jean Epstein. Fui con Regoyos y Uzelay.

 

—¡Qué recuerdos! Uzelay, Bilbao… Yo tenía un dibujo de Uzelay, un dibujo cubista, de los pocos que hizo, en mi casa de Valencia. Me gustaría saber dónde está.

 

—Uff, mejor no hacer cuentas. Un mes después le dije a Epstein: «Yo quiero trabajar en el set, aunque sea de barrendero». Y así empecé.

 

—Lo curioso es que debiste trabajar con él, en esa época, en películas como Seis y medio

 

—Sí, y en La caída de la casa Usher.

 

—Y haciendo esa película es cuando te sucedió el famoso incidente que motivó vuestra separación. Es difícil creer lo que cuentan…

—Pues es verdad. Me dijo que al día siguiente tenía que trabajar con Abel Gance, y yo le contesté que no, que yo estaba allí para trabajar con él y no con un director que me parecía muy malo. Puso el grito en el cielo. «Comment un petit con comme vous ose parle ainsi d’un si grand metteur en scéne!». Aunque después me ofreció dejarme en París, en su coche, porque trabajábamos en Epinal.

 

—Lo curioso es que también la estética de Epstein, incluso cuando hacía, él también, «películas alimenticias», y acaso sobre todo en éstas, tenía no poco que ver con el expresionismo.

 

—Pues lo que a mí me interesaba ya, poco a poco, sin conocer a nadie del grupo, eran los surrealistas, y de ellos, Benjamín Péret. Yo no le conocía hasta verle aquí. Como persona no me interesó nunca. Pero sus poemas me hicieron una gran impresión. Luego, cuando hice Un perro andaluz, me estaba acordando constantemente de sus poemas.

 

—No me extraña. Todavía está por debajo del nombre que llegará a alcanzar. Pocos han llegado, en poesía, a esa violencia, puramente mental, como la suya. Es una poesía de choque y de choques. Y después, ¿qué hiciste?

 

—Pues vino el centenario de Goya, en mil novecientos veintisiete. Se formó un comité en Zaragoza y se pensó hacer una película. Me nombraron a mí para dirigirla. Valle-Inclán también quería hacer algo por el estilo. El Gobierno tenía que dar el dinero. Menos mal que no lo dio y que no se hizo nada. ¡Figúrate lo que hubiera salido! ¿Quieres un whisky?

 

—Bueno…

 

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Max Aub. “Conversaciones con Buñuel” ]

 

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