lunes, 3 de junio de 2024

 

[ 589 ]

 

EL RUEDO IBÉRICO

LA CORTE DE LOS MILAGROS

 

Ramón María del Valle-Inclán

 

 

 

 


Del libro "Los Borbones en pelota", de los hermanos Bécquer.

 

 

Libro primero

AIRES NACIONALES

 

 

 

I

 

El reinado isabelino fue un albur de espadas: Espadas de sargentos y espadas de generales. Bazas fulleras de sotas y ases.

 

 

II

 

El General Prim caracoleaba su caballo de naipes en todos los baratillos de estampas litográficas: Teatral Santiago Matamoros, atropella infieles tremolando la jaleada enseña de los Castillejos:

—¡Soldados, viva la Reina!

 

 

III

 

Los héroes marciales de la revolución española no mudaron de grito hasta los últimos amenes. Sus laureadas calvas se fruncían de perplejidades con los tropos de la oratoria demagógica. Aquellos milites gloriosos alumbraban en secreto una devota candelilla por la Señora. Ante la retórica de los motines populares, los espadones de la ronca revolucionaria nunca excusaron sus filos para acuchillar descamisados. El Ejército Español jamás ha malogrado ocasión de mostrarse heroico con la turba descalza y pelona que corre tras la charanga.

 

 

IV

 

—¡Pegar fuerte!

La rufa consigna bajaba de las alturas hasta la soldadesca, que relinchaba de gusto porque la orden nunca venía sin el regalo del rancho con chorizo, cafelito, copa y tagarnina. Los edictos militares, con sus bravatas cherinolas proclamadas al son de redoblados tambores, hacían malparir a las viejas. El palo, numen de generales y sargentos, simbolizaba la más oportuna política en las cámaras reales. La Señora encendida de erisipelas, se inflaba con hucheo de paloma:

—¡Pegar fuerte, a ver si se enmiendan!

 

 

V

 

¡No se enmendaban! Ante aquella pertinaz relajación, la gente nea se santigua con susto y aspaviento. Las doctas calvas del moderantismo enrojecen. Los banqueros sacan el oro de sus cajas fuertes para situarlo en la pérfida Albión. La tea revolucionaria atorbellina sus resplandores sobre la católica España. Las utopías socialistas y la pestilencia masónica amenazan convertirla en una roja hoguera. El bandolerismo andaluz llama a sus desafueros rebaja de caudales. El labriego galaico, pleiteante de mala fe, rehúsa el pago de las rentas forales. Astures y vizcaínos de las minas promueven utópicas rebeldías por aumentar sus salarios. El huertano levantino, hombre de rencores, dispara su trabuco en las encrucijadas, bajo el vuelo crepuscular de los murciélagos. El pueblo vive fuera de ley desde los olivares andaluces a las cántabras pomaradas, desde los toronjiles levantinos a los miñotos castañares. Falsos apóstoles predican en el campo y en los talleres el credo comunista, y las gacetas del moderantismo claman por ejemplares rigores. Entre tricornios y fusiles, por las soleadas carreteras, cuerdas de galeotes proletarios caminan a los presidios de África.

 

 

VI

 

Se pegó muy a conciencia. No faltó la ley de fugas, ni se excusaron encarcelamientos regidos de ayuno y maltrato de verdugones, como pide el restablecimiento del orden, frente al desmán popular que rompe faroles y apedrea conventos. Los edictos militares, con sus hipérboles baladronas, se emulaban en aquel retórico escupir por el colmillo. Desde todas las esquinas nacionales lanzaban roncas contra las logias masónicas, que en sus concilios de medianoche habían decretado la revolución incendiaria, el amor libre y el reparto de bienes. Con tales alarmas se asustaba la gente crédula, y las comunidades de monjas rezaban trisagios, esperando la hora de ser violadas. El maligno andaba suelto, sin que pudiese fusilarlo el General Narváez. ¡Y todo lo exigía el restablecimiento del orden! Se zurró con tan generosa voluntad y se quebraron en la fiesta tantas varas, que se peló de florestas Castilla. Valladolid estuvo tres días con tres noches tartamuda bajo las ráfagas del tiroteo, con las manos en las orejas, medio ojo abierto sobre la soldadesca tiznada de pólvora, que penetraba a culatazos en las tabernas y hacía servicio de retén a la custodia de conventos y Bancos.

 

 

VII

 

En Santa Clara, de Valladolid, la monja organista quedó loca para muchos días, suceso no extraño si se atiende a que una bala le rozó las tocas cuando sacaba agua del pozo. En aquel tiroteo hubo cinco muertos en la calle y un lorito en el balcón de Capitanía. Todo lo acarreaba la judaica pasión por los bienes terrenales, ahora más temosa con la quiebra fraudulenta del Banco de Castilla. Eran muchos los que se lloraban arruinados, y unánimes en el rencoroso clamor por el castigo del presidente y los consejeros, santones de la opinión moderantista en las riberas del Pisuerga. Una providencia judicial, alzando el auto que los tenía en cárcel, sirvió de pretexto a los enemigos del orden. Comenzó la jarana con pedrea y rotura de cristales, alarma de gritos y susto de carreras. Salió la tropa, resbaló un caballo, holgóse el motín callejero alternando chifles y vayas, abroncáronse con esto los pechos militares, sonaron cornetas, encendió el aire la fusilada, y entre cirrus de pólvora, en charcas de sangre, cantaron su triunfo las ranas del orden. Cinco paisanos muertos, y aquel verdigualda cotorrín antillano, que las furias populares inmolaron a pedradas en el balcón de Capitanía. El restablecimiento del orden nunca se logra sin el sacrificio de vidas inocentes. La muerte de su cotorrín desconsoló a la señora generala. Recibía visitas de pésame en el estrado, y con mimos de cuarterona solicitaba del veterano esposo un castigo ejemplar para los crímenes de la demagogia. El general, marido complaciente, dictó un bando de farrucas retóricas y extremó ternezas conyugales disponiendo que fuese disecado el cotorrín para consuelo de su dueña y adorno de consola. La generala, entre soponcios y congojas, con beata simplicidad, prometía donárselo a las monjas de Santa Clara: Su mitológica fantasía de criolla cuarterona ambicionaba que la maravilla verdigualda del cotorrín, emulase en los limbos monjiles a la blanca paloma del Espíritu Santo.

 

 

VIII

 

La gente nea rezaba trisagios implorando la salvación de España. Toda Andalucía, delirante de rencores proletarios, sentíase convulsa por la fiebre anarquista. En Lucena, Montilla y Villar del Duque, los gremios menestrales y las peonadas agrarias asaltaban los archivos municipales y les ponían lumbre. Era su clamor por el reparto de tierras. Con el susto de las represalias se fugaban a las capitales de provincia los caciques y alcaldes de Real Orden. Se desvanecían los alguaciles y chulos del resguardo. En las Casas Consistoriales, llenas de humo, sólo aparecían por raro caso los famélicos chupatintas que se dejan crecer la uña del meñique: Aparentaban simpatía por la causa popular, y con falso guiño leguleyo aconsejaban cordura: Sórdidos, desgalichados, retuertos, insinuaban tramposos arbitrios convenientes a la defensa de los amotinados si, fallado el golpe, los empapelaban en un proceso. Y, a hurto, echaban un ojo por las ventanas, en avizorada espera de que asomase la Guardia Civil

 

 

IX

 

En Villar del Duque, el alcalde, un usurero ricachón con mucha gramática parda, salvó la vida declarándose conforme con el reparto de bienes. Caído en poder de los revoltosos, cuando a lomos de un asno se fugaba con disfraz de melero, fue arrastrado hasta la Casa Consistorial: Entre pitos y befas, a empellones, siempre en un cerco de roncos y estentóreos amotinados, salió al balcón:

 

—¡Ea, caballeros, haremos el reparto, y no se hable más cosa ninguna! A lo que sea de razón no ha de negarse vuestro alcalde.

Se arrancó un curda:

—¡Eso es canela!

El alcalde le descubrió entre los amotinados bajo el laurel de una taberna: Era un viejo cañí, esquilador de oficio, con ribetes de cuatrero. Le cayó encima el alguacil, que aún llevaba en el quepis las telarañas del desván donde se había ocultado:

—¡Cállate la boca y no metas el corvejón! Esto es muy serio.

El alcalde se enjugaba el sudor:

—¿Un botijo, no tenéis a mano?

Salió una voz del grupo que lo cercaba:

—¡Un botijo para el señor alcalde!

Otra voz oficiosa:

—¡Mejor una limoná si está acalorado!

Un malasangre:

—¡Que reviente!

Sorna del señor alcalde:

—¿Y quién os hace la partijuela? Yo no os la hago sin refrescarme el gaznate.

Por encima de las cabezas, de mano en mano, volaba una pintada botija de Andújar. El alcalde, luego de beber largo y despacio, la posó a su lado, en el arrimo del balconaje:

—¡Vamos allá! Para mis luces, antes de adelantar paso ninguno, todos los presentes os habéis de disponer en tres bandos: Los que tengan más de una yunta: Los que no pasen de la pareja, y los pelanas.

Un tío lagartón:

—Baje su merced a ponerse en el bando que le corresponde.

Un disidente:

—Lo primero es el reparto de tierras.

Otro:

—Y de yuntas.

Un pelanas:

—Conmigo no reza.

El alcalde:

—Donde que no haya avenencia, nombráis una comisión de vuestro seno para que se entienda con mi autoridad.

Un terne:

—No hay autoridad.

Otras voces:

—¡Abajo los Consumos!

Un violento:

—¡Haremos una degollina!

El alcalde:

—¡El que tenga dos parejas dará una!

Cada bando encrespaba su protesta:

—¡Eso no es razón!

—¡Queremos el reparto de tierras!

—¡La rebaja de caudales!

—¡Abajo los Consumos!

—¡Abajoo!…

—¡Abajo las quintas!

—¡Abajoo!…

Cuando mayor era el tumulto oyóse el toque de militares cornetas que sonaban fuera de la villa, y del balcón municipal se fugaron los amotinados que rodeaban al señor alcalde. Por la lontananza amarilla del rastrojo, moviéndose en hileras, fulgían de roses y fusiles. Los pantalones colorados escalaban los cerros: Latían los gozques de corral sobre las bardas: Eran un clamoroso guirigay todos los gallineros.

 

 

X

 

Al dramatismo libertario y anárquico de las peonadas andaluzas, romántica falseta de cante jondo, respondían bromas de vinazo, bermejas de pimentón, las ribereñas cabilas del Ebro. Los bonetes de aldea predicaban la cruzada carlista, y el jaque valentón rasgueaba el guitarrín patriótico, cantando la jota. La musa popular coronada de ajos y guindillas romanceaba en el lauredo umbral de los ventorros: El rejo temerón y selvático de aquellas métricas, era punteado por todos los guitarros del Ebro. En las sacristías se iniciaban colectas para contrabandear fusiles por la muga de Francia: Las comunidades de monjas bordaban escapularios con el detente, bala. Si en el silencio de la medianoche oían el punteado de las rondallas, deslizábanse, furtivas y descalzas, de sus catres penitentes, para acechar, como novias, tras de las rejas:

 

—Levantaremos pendones

por la Santa Religión,

que nos sobran los riñones

a los hijos de Aragón.

 

 

XI

 

La tea anarquista y las hogueras inquisitoriales atorbellinaban sus negros humos sobre el haz de España. La furia popular trágica de rencores, milagrera y alucinante, incendiaba los campos, y en el cielo rojo del incendio creía ver apariciones celestiales. La fiebre revolucionaria, en la hora de máxima turbulencia, se infantilizaba con apariciones y presagios del milenio. El clero aldeano, predicador de la cruzada carcunda, conducía a sus feligreses a las gándaras de los ejidos comunales. Ágiles pastores de cándidos ojos mostraban el sendero, como en las viejas crónicas que refieren las batallas contra el moro, con la blanca aparición de Santiago. Las negras sotanas escalaban los cerros capitaneando las fanáticas rogativas. Sobre el horizonte incendiado, los niños pastores señalaban las celestes apariciones. La comunión de feligreses esperaba inmovilizada. En el silencio atento, rompía los cristales de la tarde el suspiro histérico de las beatas como en una cópula sagrada. Sobre las rojas lumbres de las represalias se encendían las cándidas luces del milagro. Todos los ojos contemplaban el teologal prodigio de las escalas angélicas y el trono de nubes donde pacen ovejas e hila su copo de oro Nuestra Señora. Y el incendio de las furias populares corría sobre los campos, y el rico avariento huido de su fundo, se refugiaba en las ciudades, y por las hispánicas veredas, con los últimos reflejos del día destellaban tricornios y fusiles.

 

 

XII

 

En las sedientas villas labradoras, negras de moscas, cercadas de corrales, encendidas de sol, los alcaldes de capa y monterilla reclamaban el amparo de la Guardia Civil. Temían el desmán de las glebas hambrientas desbandadas por los caminos con adusto duelo, sin hallar trabajo: En cuadrillas, implorando limosna, emigraban a las tierras bajas ribereñas del mar, menos castigadas del hambre que las altas llanuras trigueras: Dormían bajo el cielo de luceros, por las lindes de los campos asolados. En los villajes de la ruta pedían pan. Algunas mozuelas bailaban a la puerta de los ricos: Viejas de greña caída y ojos de brasa se metían por los zaguanes enlabiando bernardinas: Lloriqueaban los críos encadillados al refajo de las madres, pardas mujerucas en preñez: Tenían una canturía lastimera, y las madres les daban lección de humildad cristiana enseñándoles a besar el mendrugo de la limosna. Las sarracenas peonadas que aún cargaban al hombro las hoces en huelgo, pedían un polvo de tabaco, la palabra adusta, los ojos esquivos bajo el negro zorongo, el rojo pañolete, el catite o la montera, según fuese su éxodo riberas del Ebro, del Guadalquivir, del Tajo, del Sil, del Duero. Se salían del camino real para rastrear por los majuelos algún racimo olvidado del gorrión: Divertían el hambre con raíces y langostas silvestres como los Profetas del Desierto: Soportaban con enconado rencor la ceñuda hostilidad de la Guardia Civil: Temían su encuentro en el despoblado de las carreteras: Se descubrían y saludaban:

—¡Con Dios la Señora Pareja!

 

 

XIII

 

Entre tricornios y fusiles, cuerdas de proletarios sospechosos de anarquismo acezaban por todas las carreteras de España: En los páramos y soledades camperas se atribulan con el presentimiento de la muerte: Sus ojos, quemados del sol y del polvo, tienen lumbre de rencores: Aletea su pensamiento en una noche de recelos y penas: Caminan esposados, taciturnos: Cargan escuetos hatillos sobre los hombros, y con miradas de través acechan las dañinas intenciones de los tricornios. Nunca se les autoriza para descansar en poblado: Frecuentemente son conducidos fuera del camino real por tajos de rastrojeras, sendas de olivar y negros pinares de silencio, con huellas de lobos y raposos. Entre luces salen a la vista de algún remoto villorrio de los que todavía tienen cárcel con cadena, cepo para borrachos y blasfemos, y en la plaza el rollo labrado por toscos y barrocos cinceles. En torno del campanario aletean vencejos y murciélagos. Dan un humo azul los tejados. Una guitarra llora penas. El nocturno morado del cielo solemniza las voces y las sombras. Los tricornios se contraseñan en silencio, inician un despliegue sobre los flancos, retroceden de espalda con los fusiles prevenidos, ganan distancia, hacen fuego. Un guardia lleva el parte al villorrio. El alcalde lo convida a unas copas. El secretario, en la misma mesa, moja la pluma en el tintero de asta. Redacta entre dientes: Viéndose esta fuerza agredida por un grupo que intentaba facilitar la fuga de los presos…

El monterilla bebe con el guardia:

—Y menos mal que por esta vez los habéis caído cerca del pueblo.

 

 

XIV

 

Las tropas salían de los cuarteles batiendo marcha, se acantonaban en los villorrios, merodeaban por los corrales. Las mujerucas que sufrían el daño sacaban de lejos las uñas, enronqueciendo clamores. Los pantalones colorados perseguidos por la zalagarda de los perros, el gruñido de los marranos y el rebuzno de los asnos escapaban trasponiendo las bardas. Los jaques de pueblo se reunían en la taberna: Si el mosto acaloraba los ánimos y encendía la trifulca popular, tres toques de atención para empezar la fusilada y restablecer el orden como previenen las sabias leyes marciales. El Caballo de Espadas, levantado en corneta, arenga con rutilantes tropos. En las mochilas cacarea un gallinero. Ladran los perros, innúmeros perros, nubes de perros: En fuga, cojeando, se expanden por la redondez del ruedo ibérico. Y sobre todos los horizontes, en el curvo límite, donde se juntan la tierra sin sembrar y el cielo, roses y pantalones colorados, brillo de bayonetas, fusilada y humo de pólvora. De la mochila de un quinto vuelan plumas de gallina. El Caballo de Espadas comenta en plática doctrinal con el rucio de Sancho:

—¡El mundo se arregla pegando fuerte!

 

 

XV

 

Los Generales de la Unión Liberal conspiraban fumando vegueros en las tertulias del Casino de Madrid. Aquellos Martes con reuma sifilítico, con juanetes, con bigotes y perillona de química buhonera, compadreaban por las prebendas en ciernes, y comprometían pactos para coronar al Duque de Montpensier. En la espera acudían al tapete verde para probar fortuna, y firmaban pagarés a cuenta de la cucaña revolucionaria: Con sesuda cuquería de tresillistas, premeditaban una función de pólvora, sin plebe, sin muertos, liberal en el reparto de mercedes, y les ponía en cuidado la ambiciosa condición del Conde de Reus. ¡Aquel soldado de aventura que caracoleaba un caballo de naipes en todos los baratillos de estampas litográficas!

 

 

XVI

 

El reinado isabelino fue un albur de espadas. Espadas de sargentos y espadas de generales. Bazas fulleras de sotas y ases…

 

 

 

 

 

 

 

[ Fragmento de: Ramón María del Valle-Inclán. “La Corte de los Milagros” ]

 

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