lunes, 17 de junio de 2024

 

[ 596 ]

 

CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO

 

Domenico Losurdo

 

(…)

 

 

 

capítulo tercero

 

LOS SIERVOS BLANCOS ENTRE

METRÓPOLI Y COLONIAS:

LA SOCIEDAD PROTO-LIBERAL

 

 

 

2. DESOCUPADOS, MENDIGOS Y CASAS DE TRABAJO

 

A medida que se hace más áspera la polémica entre las dos secciones de la Unión, Calhoun contrapone positivamente la condición de los esclavos americanos a la de los detenidos en las casas de trabajo o en las casas para pobres en Inglaterra: los primeros, cuidados y asistidos amorosamente por el amo o el ama durante los períodos de enfermedad y en el curso de la vejez, los segundos, reducidos a una «condición vil y de desamparo»; los primeros, que continúan viviendo en el círculo de la familia y de los amigos; los segundos, desenraizados de su ambiente y separados hasta de sus seres queridos. Es evidente el intento apologético que encabeza la descripción o transfiguración de la institución de la esclavitud. Sin embargo, en lo que respecta a las casas de trabajo en Inglaterra, no es solo Calhoun quien subraya el horror de estas. A los ojos de Tocqueville, estas ofrecen el espectáculo «más horrendo y más repugnante de la miseria»: por un lado, los enfermos incapaces de trabajar y que esperan la muerte, por el otro, mujeres y niños hacinados en desorden «como cerdos en el lodo de sus pocilgas; cuesta trabajo no pisar un cuerpo semidesnudo». Finalmente están los más «afortunados» relativamente, aquellos que están en condiciones de trabajar: ganan poco o nada y se alimentan de los residuos de las casas señoriales.

 

 

Pero la miseria y la degradación, por horrible que sean, no constituyen el aspecto más significativo de las casas de trabajo. A inicios del siglo XVIII, Defoe cita favorablemente el ejemplo «de la workhouse de Bristol, que habrá llegado a ser tan terrorífica para los mendigos, que ahora ninguno de ellos osa acercarse ya a la ciudad». En efecto, la casa de trabajo es más tarde descrita por Engels como una institución terrible: «Los pobres visten el uniforme del hospicio y se hallan enteramente bajo la férula del inspector»; a fin de que «los padres “desmoralizados” no influyan en sus hijos, se separan las familias, se envía al hombre a un ala del edificio, la mujer a otra, los niños a una tercera». La unidad familiar es rota, pero, por otra parte, yacen todos hacinados, a veces hasta en número de doce o dieciséis en una sola habitación y sobre ellos se ejerce todo tipo de violencia, de la que no escapan ni siquiera los ancianos y los niños y que implica tratos particulares para las mujeres. En la práctica, las personas internadas en las casas de trabajo son tratadas como «objetos de asco y repulsión, que se hallan fuera de la ley, que se sitúan fuera de la humanidad». Se explica entonces el hecho, subrayado por Engels, de que, con el fin de escapar a las «bastillas de la ley de los pobres» (poor-law-bastiles) —como habían sido rebautizadas por el pueblo—, «los pensionados de estos establecimientos se confiesan voluntariamente culpables de cualquier delito a fin de que se les envíe a la prisión». Es más —agregan historiadores de nuestros días—, «numerosos indigentes preferían morir de hambre y de enfermedades» antes que someterse a una casa de trabajo.

 

 

Esto recuerda el suicidio al que a menudo recurrían los esclavos para escapar de su condición. Mirándolo bien, la ley de 1834, que recluye en las casas de trabajo a cualquiera que necesite asistencia, en cierta medida da la razón a Calhoun y aquellos que señalaban la esclavitud como la única solución posible para el problema de la pobreza. En su lucha en favor de la nueva legislación, Nassau William Senior, que es su inspirador, denuncia en estos términos la grave contradicción de la normativa vigente hasta aquel momento, que consentía al pobre gozar de un mínimo de asistencia, mientras continuaba desarrollando su vida normal: «El trabajador debe ser un agente libre, pero sin los riesgos de la libre acción, debe estar libre de la coerción y sin embargo, al mismo tiempo, gozar de la subsistencia asegurada al esclavo». Pero resulta del todo absurda la pretensión de «unir las ventajas inconciliables de la libertad y de la esclavitud»: aquí se impone una elección. Argumentando de este modo, el influyente economista y teórico liberal, interlocutor de Tocqueville y con quien además mantenía correspondencia, termina por reconocer la naturaleza sustancialmente esclavista de las relaciones vigentes dentro de las casas de trabajo.

 

 

Aprobada en 1834, la nueva legislación viene a coincidir con la emancipación de los negros en las colonias. Se comprende entonces la ironía, por un lado, de los teóricos del Sur esclavista en los Estados Unidos, por el otro, de las masas populares inglesas frente a una clase dominante que, mientras se vanagloria de haber abolido la esclavitud en las colonias, la reintroduce bajo una forma distinta en la propia metrópoli…

 

(continuará)

 

 

 

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “Contrahistoria del liberalismo” ]

 

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