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CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO
Domenico Losurdo
(…)
capítulo tercero
LOS SIERVOS BLANCOS ENTRE
METRÓPOLI Y COLONIAS:
LA SOCIEDAD PROTO-LIBERAL
3. LIBERALES, VAGABUNDOS Y CASAS DE TRABAJO
Hemos visto el papel desempeñado por Senior en la promulgación de la ley de 1834. Pero ¿cómo se comporta la tradición liberal en su conjunto con respecto a las casas de trabajo y, más en general a la política, para disciplinar la pobreza? Según Locke, es necesario intervenir de manera radical y drástica en un área infectada de la sociedad, que está en continua expansión. Ya a partir de los tres años conviene poner a trabajar a los niños de las familias que no son capaces de alimentarlos. Además, se debe actuar con respecto a sus padres. Con el objetivo de frenar el ocio y el libertinaje de los vagabundos, sería oportuno proceder en las áreas frecuentadas por ellos a la «supresión de los lugares de venta de brandy no estrictamente indispensables y de las hosterías no necesarias». En segundo lugar, se trata de frenar y circunscribir la mendicidad. Los mendigos tienen la obligación de llevar un «distintivo obligatorio»; para vigilarlos e impedir que puedan ejercer sus actividades fuera del área y del horario permitidos, habrá un cuerpo especial, los «canicularios de los mendigos», los cuales, a su vez, deben ser controlados por los «guardianes», de manera que los primeros desempeñen su tarea con la necesaria diligencia y severidad. Pero, en la caza de los mendigos no autorizados está llamada a participar de manera unánime toda la comunidad, comenzando por los habitantes de la casa a la que los desventurados se han dirigido para pedir caridad.
Penas draconianas esperan a los vagabundos que hayan logrado eludir este eficaz control. Sería bueno que aquellos que hayan sido sorprendidos pidiendo limosna fuera de su parroquia y cerca de un puerto de mar, fueran embarcados por la fuerza en la marina militar; «si después descendieran a tierra sin permiso, o bien se alejaran o se detuvieran en tierra más tiempo del permitido, serán castigados como desertores», es decir, con la pena capital. Los demás mendigos no autorizados son internados en una casa de trabajo normal o de corrección. El director «no tendrá alta remuneración o gratificación, fuera de lo que produce el trabajo de los recluidos; por lo tanto, tendrá la facultad de hacerlos trabajar a su propia discreción». Este poder arbitrario evoca de nuevo el espectro de la esclavitud. Como lo confirma un detalle ulterior:
«Cualquiera que falsifique un salvoconducto [y salga sin permiso], que en castigo, la primera vez se le corten las orejas, la segunda, que sea deportado a las plantaciones como un criminal».
En realidad, en el siglo XIX la situación es distinta. Con la reforma de 1834, a las casas de trabajo arriban todos los que tratan, de alguna manera, de huir de la muerte por inanición: es necesario hacer de ellas el lugar más odioso posible, con el fin de reducir al mínimo el número de aquellos que buscan salvación allí. De esta filosofía, que comienza a delinearse con Malthus, es partícipe también Tocqueville:
«Es evidente que debemos dar una asistencia desagradable, debemos separar las familias, convertir las casas de trabajo en una prisión y hacer repugnante nuestra caridad».
Cuando denuncia esa institución, Calhoun hace referencia solo a Europa. Sin embargo, ésta también está presente, de una forma u otra, en los Estados Unidos.
De esto habla Tocqueville, de manera significativa, cuando analiza el «sistema penitenciario». ¿Quiénes son los reclusos? La respuesta es clara: «Los indigentes que no pueden y aquellos que no quieren ganarse la vida mediante un trabajo honesto». Se comprende entonces que las casas de trabajo se encuentran particularmente repletas en situaciones de crisis:
«Las fluctuaciones de la industria, cuando esta es próspera, atraen a un gran número de obreros que, en los momentos de crisis, se hallan sin trabajo. Vemos así que el vagabundeo, que nace del ocio, y el robo —que a su vez, la mayor parte de las veces es la consecuencia del vagabundeo— son los dos delitos que, en el estado actual de la sociedad, experimentan la progresión más rápida».
La desocupación y la indigencia implican un delito que condena a ser internado. Un funcionario en Nueva York, por ejemplo, puede tranquilamente decidir la privación de libertad de aquellos que, a su juicio, «no tienen medios de subsistencia». Las protestas resultan comprensibles: el pobre recluido de este modo «se considera infeliz, no culpable; él pone en duda el derecho de la sociedad a forzarlo con la violencia a un trabajo infructuoso y a retenerlo contra su voluntad».
Pero regresemos a Inglaterra. John S. Mill es propenso a minimizar el horror de las casas de trabajo cuando observa:
«Incluso el trabajador que pierde su empleo por holgazanería o negligencia no tiene que temer, en el peor de los casos, más que la disciplina de un workehouse».
Pero a la opinión del filósofo liberal se puede contraponer la de nuestros estudiosos contemporáneos:
una vez que entran en las casas de trabajo, los pobres «dejaban de ser ciudadanos en cualquiera de los sentidos, aún aproximados, de la palabra», dado que perdían el «derecho civil de la libertad personal». Y se trataba de una pérdida radical: a los «guardianes» de las casas de trabajo se les confería el poder discrecional de infligir a los detenidos los castigos corporales que se consideraran más oportunos.
Decididamente entusiasta es, por el contrario, Bentham. Este no se cansa de exaltar los beneficios de esta institución, que más tarde pretende perfeccionar, mediante la ubicación de la casa de trabajo en un edificio «panóptico», que permita al director ejercer un control secreto y total, es decir, observar en cualquier momento cada aspecto individual del comportamiento de los detenidos, ignorantes de ello:
«Como cualquier otro empresario, ¿tendrá sobre sus propios obreros un poder [hold] igual al que ejerce el mío sobre los suyos? Como cualquier otro patrón, ¿puede reducir a sus obreros, si están ociosos [idle], a una condición próxima a la inanición, sin temer que se vayan a otro lugar? Como cualquier otro patrón ¿tiene hombres que no pueden embriagarse nunca, a menos que él mismo lo decida? Y como cualquier otro obrero, ¿lejos de poder aumentar su salario gracias a la asociación [combination] con otros obreros, está obligado a aceptar cualquier miseria que el patrón, sobre la base de sus intereses, considere oportuno concederle? […] Como otro patrono o empresario ¿es capaz de mantener bajo control —en apariencia, siempre, en realidad, en todas las ocasiones en que le parezca útil— cualquier mirada y cualquier movimiento de cada obrero?».
Prodigiosa será, por tanto, la contribución que hacen al desarrollo de la riqueza nacional las casas de trabajo, llamadas a funcionar como «casas industrias» (Industry-houses). Conviene difundirlas por todo el territorio nacional, reteniendo hasta 500 000 recluidos y por tanto, a «toda persona que carezca por completo de propiedad manifiesta o presumible, o bien de medios de subsistencia honestos o suficientes». Gracias a este gigantesco universo, semejante a un campo de concentración, donde han sido internados sin haber cometido ningún delito y sin ningún control por parte de la magistratura, será posible obrar el milagro de la transformación en dinero de ese «material de desecho» (dross) que es el «residuo de la población». Y eso no es todo. Con el aislamiento que ella implica, la casa de trabajo permite experimentar, como veremos, en la producción de una estirpe de obreros particularmente laboriosos y concienzudos. Es cierto que, para que tales objetivos sean alcanzados, es necesaria una rigurosa disciplina, que debe ser interiorizada profundamente por los recluidos en la casa de trabajo:
«Los soldados llevan uniforme: ¿por qué no deberían llevarlo los pobres? Se lo ponen aquellos que defienden el país; ¿por qué no deberían hacerlo aquellos que son mantenidos con vida por este? No solo la fuerza de trabajo que reside de forma permanente allí, sino los obreros que van y vienen, deberían llevar el uniforme cuando están en las casas, por el buen orden, la facilidad para ser distinguidos y reconocidos y, al mismo tiempo, por la limpieza»…
(continuará)
[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “Contrahistoria del liberalismo” ]
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El campo de concentración, en sus múltiples modalidades más o menos enmascaradas, ha sido y sigue siendo un elemento consustancial del capitalismo.
ResponderEliminarSalud y comunismo
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UNA VEZ ABOLIDAS LAS HOGUERAS FEUDALES DEL SANTO OFICIO, LE TOCÓ EL TURNO AL LIBERALISMO CAPITALISTA.
EliminarEscribe Marx –lo traslado ‘calentito’ del otro blog–, que “…la revolución de Junio es la revolución fea, la revolución repelente, porque el ‘hecho’, ha ocupado el puesto de la ‘frase’ ”. Y es que el peligro para el orden establecido, que es la situación de hecho, no está en las ‘palabras’, sino en los groseros ‘hechos’ que le dan ‘significado real’ y que en consecuencia ponen al desnudo la cabeza del propio monstruo (las relaciones de explotación, de control, de opresión…), al echar por tierra la corona que le cubría y le servía de ‘pantalla’ (del ordenador, del móvil, del cine, de la tele… modernos edificios panopticos). Y luego dicen que Marx ha quedado obsoleto. Pues a mí esta reflexión, salvando ciertas e inevitables distancias, me suena a razonamientos de autores como Sastre, Piqueras, Buen Abad…
En algunas ocasiones el lenguaje “dice otra cosa diciendo otra”, dado que, como escribe Paul Ricoeur, según le cita Sastre: “Siendo todas nuestras palabras polisémicas en algún grado, la univocidad o la plurivocidad de nuestro discurso no es obra de las palabras, sino de los contextos”.
Y ahí quería yo llegar. Lo bonita que es la palabra “liberal” y lo genocida, racista y supremacista que se ha mostrado y se muestra “el liberalismo” en su privada e infame retórica y sobre todo en la ‘documentada’ realidad de los hechos, desde sus orígenes en el siglo XVIII hasta hace un cuarto de hora. Impagable el estudio que nos regala Domenico Losurdo.
Salud y comunismo
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