miércoles, 28 de agosto de 2024

 

[ 627 ]

 

 

CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO

 

Domenico Losurdo

 

(…)

 

 

 

capítulo tercero

 

LOS SIERVOS BLANCOS ENTRE

METRÓPOLI Y COLONIAS:

LA SOCIEDAD PROTO-LIBERAL

 

 

 

 

 

8. CENTENARES O MILES DE MISERABLES «DIARIAMENTE AHORCADOS POR NIMIEDADES»

 

Sobre esta masa de miserables pesa además una legislación que en realidad no sigue el principio del garantismo. Pensemos en los mandatos no escritos, que permitían a la policía arrestar o registrar a una persona sin restricciones. Eliminado por la IV enmienda de la Constitución norteamericana, este «intolerable instrumento de opresión», para retomar la definición que le da en 1866 el liberal francés Laboulaye, continúa presente durante largo tiempo en Inglaterra. El propio Smith tiende, si no a justificarlo, en cualquier caso, a minimizarlo. Se asombra ante el hecho de que la «gente común», más que luchar por la libre circulación y compraventa de la fuerza de trabajo, manifieste toda su indignación «contra el decreto general de prisión [general warrants], práctica indudablemente opresiva, pero que no parece determinar una opresión general».

 

 

La propia pena de muerte es infligida no solo con gran facilidad, sino también con cierta discrecionalidad. Con la promulgación en 1723 del Black Act —los blacks eran, presumiblemente, ladrones de ciervos— en ciertos casos no es ni siquiera necesario recurrir a un proceso formal para aplicar la pena capital, la cual entrega al verdugo también a aquellos que, de alguna manera, hayan ayudado al ladrón o al presunto ladrón a escapar de la justicia.

 

Sin mostrar la mínima inquietud, Mandeville reconoce que lo que se borra es la «vida de centenares, si no de miles, de miserables delincuentes, diariamente ahorcados por nimiedades»; a menudo la ejecución se convierte en un espectáculo de masas con fines pedagógicos. El liberal inglés invita a los magistrados a no dejarse entorpecer ni por una «conmoción» fuera de lugar ni por dudas y escrúpulos excesivos. Es cierto que los ladrones podrían haber cometido el robo empujados por la necesidad: «lo que pueden ganar honestamente no es suficiente para que se mantengan»; y «sin embargo, la justicia y la paz de la sociedad» exigen que los culpables «sean ahorcados». Sí, «quizás las pruebas no son seguras al ciento por ciento, o bien son insuficientes» y existe el riesgo de que sea llevado a la muerte un inocente; pero por «terrible» que esto pueda ser, no obstante, es necesario conseguir el objetivo de que «ningún culpable quede impune». Sería grave si jueces demasiado escrupulosos antepusieran su «propia serenidad» al «beneficio» de la «nación». Los tribunales de los jueces-propietarios están llamados a funcionar como una suerte de comité de salud pública.

 

 

Entonces podemos llegar a la conclusión de que, aun sin tener en cuenta a las colonias en su conjunto (incluida Irlanda), en la propia Inglaterra, el disfrute pleno de una esfera privada de libertad, garantizada por la ley —la «libertad moderna» o «negativa» de la que hablan respectivamente Constant y Berlin— es el privilegio de una reducida minoría. La masa es sometida a una reglamentación y a una coacción que sobrepasan con creces el lugar de trabajo (o el lugar de castigo que son, en realidad, las cárceles, pero también las casas de trabajo y el ejército). Si bien Locke se propone reglamentar el consumo de alcohol de las clases populares, Mandeville considera que a estas, al menos los domingos, «se les debería impedir […] el acceso a todo tipo de diversión fuera de la iglesia». Sobre el tema del alcohol, de manera distinta argumenta Burke: si bien tampoco tiene propiedades nutritivas, este puede, no obstante, aliviar en el pobre el instinto del hambre; por otro lado, «en todo tiempo y en toda nación» el alcohol ha sido llamado, junto al «opio» y al «tabaco», a proporcionar las «consolaciones morales» de las que el hombre, en ocasiones, puede tener necesidad. Ahora bien, más aún que imponer la disciplina a obreros y vagabundos, como en Locke y Mandeville, el problema está en embotar la conciencia y hacer menos agudo el sufrimiento del hambriento en general. Sin embargo, permanece firme la tendencia a gobernar la existencia de las clases populares incluso en sus aspectos más banales. La referencia al opio agrega quizás un toque de cinismo. Más adelante serán los propios informes de las comisiones gubernativas de encuestas los que denunciarán la catástrofe: en los barrios más pobres se difunde el consumo de opio, que se convierte en un medio de alimentación o un sustituto suyo; este es suministrado en ocasiones incluso a los lactantes, los cuales «se encogen hasta convertirse en pequeños ancianos o en monitos arrugados».

 

 

Esta reglamentación minuciosa también comprende, obviamente, el adoctrinamiento religioso. A los ojos de Locke, poner a trabajar a los niños pobres ya a partir de la edad de tres años es una medida beneficiosa no solo en el plano económico, sino también en el moral: ofrece la «oportunidad de obligarlos a ir a la iglesia con regularidad cada domingo, junto con sus maestros y maestras, y por este medio, enseñarles el sentido de la religión». Por su parte, Mandeville exige que la asistencia dominical a la iglesia se convierta en una «obligación para los pobres y los iletrados». El asunto no se puede limitar a apelar a la espontaneidad del sentimiento religioso: «Es un deber urgente de cada magistrado prestar particular atención» a lo que sucede el domingo:


 

«Los pobres y sus niños deberían ser enviados a la iglesia por la mañana y por la tarde». Los resultados positivos no faltarán: «Si los magistrados adoptan todas las medidas que están en su poder, los ministros del Evangelio podrán inculcar en los cerebros más débiles» la devoción y la virtud de la obediencia.

 

 

Controladas en su vida privada, las clases populares lo son todavía más en la vida pública que, tras miles de dificultades, tratan de tener:

 

 

«Entre 1793 y 1820, fueron aprobados por el Parlamento más de sesenta decretos encaminados a reprimir acciones colectivas por parte de la clase obrera».

 

 

Antes que la actividad sindical propiamente dicha, es decir, la acción dirigida a elevar el nivel de los salarios y a mejorar las condiciones de trabajo, fue visto con consternación el intento mismo de los siervos por salir de su aislamiento y por comunicarse entre sí.

 

 

Ellos —alza su voz alarmado Mandeville— «se reúnen impunemente cuando quieren». Hasta desarrollan relaciones de solidaridad recíproca: tratan de ayudar al colega despedido o golpeado por su patrono. Ya por el hecho de no limitarse a la relación vertical y subalterna con sus superiores y de querer desarrollar relaciones horizontales entre ellos, los siervos deben ser considerados responsables de una subversión inadmisible:

 

 

«usurpan cada día los derechos de sus patronos y hacen de todo por ponerse a su mismo nivel»; están «perdiendo ese sentido de inferioridad que solo podría hacerlos útiles al bienestar público».

 

 

Al ir más allá de todo límite, el siervo trata de comportarse como un caballero: es la «comedia» del «servo-gentiluomo», una comedia que, sin embargo, si no se interviene con presteza, puede transformarse en una «tragedia» para toda la nación.

 

 

En este contexto, particularmente significativa se revela la toma de posición de Adam Smith. Él reconoce que «no existen leyes del parlamento contra las coaliciones dirigidas a bajar el precio del trabajo, mientras que existen muchas contra las coaliciones dirigidas a elevarlo». Por otro lado, «los empresarios o dueños, al ser menos en número, pueden con más facilidad coaligarse […]. Los dueños, siempre y en todo lugar, mantienen una especie de coalición tácita, pero no por ello menos constante y uniforme, empeñada en no elevar los salarios más allá de su nivel actual» o en otra ocasión «para bajar luego el nivel de los salarios». Por tanto, incluso si se trataran del mismo modo en el plano legislativo a los patronos y a los obreros, los primeros continuarían gozando siempre de una situación de ventaja. Por otro lado, estos son favorecidos también por las condiciones de vida tan precarias en las que se mueve su contraparte:

 

 

«Deseosos de que el proyecto se disponga prontamente a favor suyo, recurren a las armas del clamor, del ultraje y aun de la violencia; obran con aquella consideración y frenesí propio de los desesperados, pretendiendo violentar a sus amos y a sus maestros para que condesciendan en sus solicitudes».

 

 

Todo esto no impide a Smith recomendar al gobierno que actúe con rigor contra las coaliciones obreras. En realidad «es difícil que personas del mismo oficio se reúnan para celebrar una fiesta o para divertirse, sin que la conversación termine en una conspiración contra el Estado o en cualquier recurso para elevar los precios». Por otra parte, es «imposible impedir mediante una ley compatible con la libertad y la justicia, estas reuniones». Pero el gobierno debe prevenir cualquier asociación obrera, incluso la más casual y aparentemente inocua. Por ejemplo, la obligación de registro burocrático para aquellos que ejercen un determinado oficio «estrecha cierta conexión entre gentes que acaso de otro modo ni aun se conocerían». En ningún caso puede ser tolerado «un estatuto que dé facultades a los individuos de un mismo oficio para imponer ciertas contribuciones en beneficio del pobre, del enfermo, de la viuda, del huérfano, de los del mismo oficio», porque «hace ya estas juntas necesarias». Por lo tanto, no solo la acción sindical, sino ya una sociedad de ayuda mutua debe ser considerada ilegal. No obstante, Smith reconoce que estamos en presencia de «hombres desesperados», los cuales corren el riesgo de sufrir una muerte por inanición. Sin embargo, esta consideración pasa a un segundo plano respecto a la necesidad de evitar encuentros, «conversaciones», asociaciones que tienden a ser sinónimo de «conspiración contra el Estado».

 

 

A fin de criminalizar desde su raíz toda asociación popular, la clase dominante recurre en Inglaterra a métodos más drásticos aún, que podemos describir con las palabras de Constant: es «la horrenda astucia de enviar espías a incitar los espíritus ignorantes y a proponerles la revuelta para poderla denunciar después». Los resultados no faltan: «Los miserables han seducido a aquellos que han tenido la desventura de escucharlos y probablemente también han acusado a aquellos a los que no han podido seducir». Y sobre unos y otros recae la justicia...

 

(continuará)

 

 

 

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “Contrahistoria del liberalismo” ]

 

**

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario