martes, 7 de enero de 2025

 

 

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HISTORIA SOCIAL DE LA LITERATURA ESPAÑOLA ( XIX )

 

 

 

Carlos Blanco Aguinaga, 

Julio Rodríguez Puértolas, 

Iris M. Zavala.

 

 

 

 

 

I

EDAD MEDIA

 LA DISGREGACIÓN DEL MUNDO MEDIEVAL

 

 

 

EL TEATRO. DE LA RELIGIOSIDAD ELEMENTAL A LA LIBERACIÓN HUMANISTA

Dejando un lado las controvertidas teorías acerca de los posibles orígenes del teatro medieval, debemos anotar que la escasez de textos castellanos dramáticos es en verdad sorprendente; lo mismo ocurre, dicho sea de paso, en Portugal. En Cataluña y Valencia, por el contrario, y sin duda debido a la gran influencia francesa, la situación es mucho más positiva a este respecto: todavía hoy se representa, con modificaciones, el famoso Misteri de Elche, sobre la asunción de María. En las Partidas de Alfonso X y en varios concilios eclesiásticos de 1228, 1324 y 1473 se mencionan las fiestas populares que no pueden llevarse a cabo en las iglesias y en las que tampoco pueden participar los clérigos; el rey Sabio permite, por el contrario, que los sacerdotes intervengan en representaciones religiosas sobre el tema de la adoración de los pastores, de los Reyes Magos y de la Pascua, lo que de un modo u otro coincide con la tradición europea de los dramas del ciclo del Nacimiento, de la Pasión y de la Resurrección.

 

Es muy posible que haya una razón satisfactoria para explicar la gran falta de textos dramáticos castellanos primitivos: la influencia de la orden de Cluny en la vida religiosa peninsular desde finales del siglo XI, orden que no se interesaba en absoluto por las manifestaciones teatrales, religiosas o no. En todo caso, la primera muestra castellana dramática es el llamado Auto de los Reyes Magos, de fines del siglo XII y de indudable origen francés. Desde ese momento hasta el siglo XV, el vacío teatral castellano es prácticamente total.

 

El aristócrata GÓMEZ MANRIQUE, ya estudiado como poeta, es autor de dos breves dramas religiosos dentro de la más pura tradición medieval, Representación del nacimiento de Nuestro Señor y Lamentaciones hechas para Semana Santa. LUCAS FERNÁNDEZ, salmantino, sacerdote y profesor de música (c. 1474-1542), es todavía un representante de la tradición teatral medieval, y, en este sentido, un elemento retardatario, sobre todo si se le compara con su maestro Juan del Encina, espíritu renacentista auténtico, del que se tratará inmediatamente. Aparte de unas obras profanas de escasa vitalidad e interés, es también autor de dos farsas del Nacimiento y de un auto de la Pasión.

 

El teatro moderno comienza en la Península con JUAN DEL ENCINA (c. 1468- c. 1530). Nacido en Salamanca, su vida es, en cierto modo, característica del converso de baja extracción -su padre fue zapatero-- que por méritos personales consigue romper el cerco de la discriminación. Bachiller por la universidad salmantina, músico de la catedral, comenzó siendo protegido por el duque de Alba: en la Navidad de 1492 se inician sus representaciones en el palacio de dicho aristócrata, en Alba de Tormes. Encina hizo varios viajes a Roma, donde parece gozó de la protección de Alejandro VI y León X. Fue arcediano de Málaga y prior de León; en 1519 viajó a Tierra Santa, a lo que parece arrepentido de su pasado excesivamente mundanal. Encina es músico, poeta, actor y autor dramático; le pertenece también un Arte de la poesía castellana, en que sigue de cerca a su maestro Nebrija. En su teatro, los elementos líricos y musicales se mezclan hábilmente con los estrictamente dramáticos; la influencia del bucolismo de Virgilio es patente: sus piezas llevan el nombre, precisamente, de églogas.

 

El teatro de Encina puede dividirse con facilidad en dos grupos de obras bien diferentes: las escritas en Salamanca, principalmente para su noble protector, y las posteriores, en que se muestra italianizante y humanista decidido. Destacan en el primer grupo varias églogas de Navidad, dos representaciones sobre la Pasión y la Resurrección y otras obras de Carnaval. Lo más significativo de ellas es la utilización de personajes campesinos que siguiendo un modelo impuesto por fray lñigo de Mendoza en sus Coplas de Mingo Revulgo y en una escena navideña de su Vita Christi, hablan en un lenguaje rústico y chistoso mal llamado «sayagués» (de Sayago, en Zamora). Este tipo escénico dará paso al posterior bobo del teatro prelopista. Sociológicamente, el hecho es de enorme interés: Encina, adulador de la aristocracia en esta etapa salmantina, lleva a la corte del duque de Alba unos personajes ridiculizados que hacen reír a los grandes señores; en la primera égloga de Navidad, por ejemplo, los evangelistas-pastores muestran enfáticamente su deseo de servir a tan alto noble... Los campesinos de Encina, sin embargo, ofrecen una nota inquietante: además de sentirse felices en su vida humilde, se muestran orgullosos de sus orígenes villanos, y varios de ellos trazan una especie de árbol genealógico familiar en clara parodia de las costumbres y obsesiones aristocráticas al respecto. Además del evidente elemento paródico, que sin duda regocijaría a los nobles espectadores, es muy posible que Encina estuviese manejando al propio tiempo e irónicamente una idea tanto conversa como humanística o burguesa: la de la igualdad de todos los nacidos.

 

Pero es el segundo grupo de obras de Encina el que muestra sin ambages una ideología ya plenamente renacentista y moderna, en choque directo con la tradición medieval, y en la que no faltan los detalles racionalistas y las connotaciones incluso paganas. Será preciso tener en cuenta que ese racionalismo asoma hasta en su poema de «arrepentimiento», Trivagia, en que Encina narra su viaje a Palestina; la sequedad y aridez de Tierra Santa le hace escribir:

 

yo cierto lo tengo por admiración

que aquélla haya sido la de promisión.

 

Tres églogas constituyen la serie renacentista de Encina. La de Fileno, Zambardo y Cardonio, en versos de arte mayor, presenta en típico conflicto que también aparece en La Celestina y antes en la Cárcel de Amor los problemas de la pasión amorosa: Fileno se suicida, y sus amigos, en un final de exaltación pagana, «canonizan» al muerto y preparan «un triste requiem que diga de amores». En Plácida y Victoriano -representada probablemente en Roma ante un cenáculo de altos eclesiásticos y nobles en 1513, y elogiada por el erasmista Juan de Valdés en su Diálogo de la Lengua-, el triunfo de los nuevos valores es total: Plácida se suicida por amor, y Victoriano, tras una escena en que los maitines cristianos de difuntos se transforman en una blasfema y pagana vigilia, consigue resucitarla rezando a la diosa Venus. La Égloga de Cristino y Febea -polimétrica, como la anterior- va aún más lejos. El pastor Cristino se hace ermitaño; Cupido envía a la ninfa Febea para tentarle, cosa que consigue plenamente la gentil criatura; la justificación racionalista y naturalista del fracaso religioso de Cristina no precisa comentario alguno:

 

mas nunca son ermitaños

sino viejos de cien años,

personas que son prescritas,

que no sienten poderío

ni amorío,

ni les viene cachondez.

 

Ascetismo, religiosidad, cristianismo en suma, todo ello se hunde estrepitosamente ante el embate del vendaval erótico y vital, humano. La Edad Media y lo que representa comienza a alejarse definitivamente…

 

(continuará)

 

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